(Saulo y Ananías están sentados a la mesa. No hay nadie más en la
estancia. Quedan restos de pan y pescado asado en los platos, algo de vino en
sus copas de barro. Mordisquean unos higos entre trago y trago mientras
permanecen en silencio durante algo más de un minuto. Ambos parecen violentos.
En especial Saulo, quien esquiva la mirada de su anfitrión y mastica cabizbajo
todo el tiempo).
Ananías: Saulo, relájate. Come tranquilo. Descansa la mente. Vamos
a hablar de la primavera, que ya casi está aquí. No todo es salir a predicar,
llorar por las noches y andar cabizbajo los pocos ratos que te dejas caer en mi
casa. Que parece que vivas en casa de otro y no en la mía.
Saulo: Ananías, sé de tus reticencias. De tus miedos por tenerme
aquí. Aunque no me atreva casi ni a mirarte a los ojos, lo veo en tu rostro, lo
escucho en tus suspiros, lo leo en las miradas furtivas de tu familia… Y lo
comprendo. De veras. Bastante has hecho por mí. Ya no quiero seguir siendo un estorbo
para ti y para tu familia. Os estoy incomodando con mi presencia y con tanta
atención como atraigo por parte de los judíos. Es más, os estoy poniendo en
peligro. Siento que la deuda que contraigo a cada minuto contigo y tu familia
no la podré llegar a pagar en cien años que viviera. No tengo miedo a los que
empiezan a señalarme, quizá deba irme de tu casa. Afrontar lo que me espera.
A: Mi querido amigo en el Señor, la deuda que contrajimos ambos no
es del uno hacia el otro sino con Jesús. Por Él y con Él estamos los dos aquí
ahora. Es una deuda que no se salda nunca porque es una deuda de amor. Esas
cuentas nunca cuadran, ¿te acuerdas de lo que hablamos la otra noche? (Le hace
un gesto de complicidad, pero es en vano porque Saulo no lo mira).
Es verdad que vivo estos días
preocupado por las consecuencias que alojarte en mi casa pueda traer a mi
familia, ni quiero ni lo puedo esconder, pero también con agradecimiento porque
el Señor me ha puesto en tu camino o a ti en el mío. No lo tengo claro del todo.
(Sonríe cómplice y pone su mano en su
hombro aunque Saulo no parece darse cuenta).
S: Sin duda a ti en el mío. (Le
dice esto mientras le coge la mano y le mira a los ojos por primera vez).
Tus palabras son un bálsamo para
mi conciencia. Casi llegan a aliviar mi culpa por tanto daño como he causado y
aún sigo causando.
A: Saulo, el Señor te ha perdonado.
S: Ya lo sé.
A: ¿Lo sabes? ¿Por qué lo sabes?
S: Bueno… Me lo has dicho ya varias veces desde que estoy aquí.
A: Ya, pero no terminas de creerlo, ¿verdad?
S: Sí, me lo creo. ¿Por qué lo cuestionas?
A: En realidad eres tú quien lo cuestiona continuamente. No paras
de decir que estás en deuda. Con el Señor, conmigo, con la comunidad… La deuda,
la culpa, el miedo… Fuera hablas de la gloria del Señor, pero ¿qué te mueve a
hacerlo? Aquí solo hablas de esa deuda, del miedo que dices no tener… y no me
miras a los ojos.
(Ahora se miran unos instantes).
No hay deuda con el Señor. Al
menos no una deuda que se pueda pagar. Ya te he dicho que entre amigos la deuda
nunca se salda, porque…
S: …es una deuda de amor.
A: Eso es.
Saulo, amigo. Una cosa es saber
con la cabeza y otra muy distinta es saber en el corazón. ¿Dónde lo sientes tú?
S: No lo sé.
A: Eso ya es algo. Deja que la pregunta te acompañe. Acógela.
Porque creo que te puede hacer mucho bien.
S: Gracias, Ananías.
A: (Sonríe complacido).
Gracias también a ti Saulo.
S: ¿Por qué me das las gracias?
A: ¿Por qué me las das tú? (Hay un silencio).
El Señor ha estado grande contigo
y eso hace de este humilde siervo de Dios un testigo privilegiado.
El Señor
trabaja en ti, como el alfarero con el barro… ¿No ves con cuánto amor te mira
Jesús?
S: Sí. Lo siento aquí y
ahora. Lo siento al acabar el día, cuando está la casa en silencio y brotan las
lágrimas y el llanto. Lo siento justo aquí (se
toca el centro del pecho con la mano abierta).
(Se toma unos instantes para respirar y serenarse. Mientras Ananías se
echa otro higo a la boca y le da un trago al vino).
Cuéntame otra vez eso del amor agapê.
A: ¿Qué te ha hecho recordar eso justo ahora?
S: En realidad no dejo de pensar en eso desde que hablamos aquella
noche de todo aquello.
A: Sí, hablamos de muchas cosas…
S: …de la entrega, de la
comunidad, del amor fraterno… y del pan compartido, el alimento que nos une y
nos comunica entre nosotros y con Él y que es Él mismo que se nos da. Me explicaste lo de los tres tipos de amor…
A: Pero algo ha hecho
que tengas la necesidad de traerlo aquí, ahora.
S: Esta mesa, este pan y este vino que nos ha convocado hoy. Tus
palabras, tu cariño… sobrepasa lo que cabía esperar.
(Mientras Ananías lo escucha Saulo ha estado pellizcando el pan y
mojándolo en el vino. Ahora lo come y queda en silencio. Ananías lo observa
mientras hurga en la raspa y la piel del pescado. Toma un trozo grande de piel
y lo mira con atención, como si acabara de aparecer en el plato)
Parece como si aún se me tuviesen
que caer más escamas para ver las cosas de otra manera.
A: ¿Crees que necesitas mirar de otra manera?
S: Puede. No sé si es mirar o… Quizá de donde deban caérseme las
escamas es del corazón, para sentir más, de otra forma.
A: Así es el Señor siempre. Nos sobrepasa. Tan exagerado en la
medida del amor que nada que nos pida parece suficiente para corresponderle. Es
el amor el que nos conmueve y el que nos mueve, Saulo. Está bien que te
conmueva pero deja que te mueva también y no solo por fuera.
Esta noche, en apenas unos
instantes, la casa volverá a estar en silencio. Ponte entonces delante del
Señor y pídele que te muestre su amor, su deseo para ti más allá del miedo y de
la culpa, de tu deseo de corresponder, de tu bienestar o tu sacrificio.
Acéptalo en tu corazón y comparte con Él todo lo que eres y sientes como has compartido
esta mesa conmigo esta noche.
(En los ojos de Saulo se ve que las palabras de Ananías han hecho eco
en su corazón. Los dos se abrazan espontáneamente, sin levantarse de la mesa.
Permanecen así unos instantes hasta que se separan y comienzan a recoger los
platos en silencio).