Cuando
una persona se muere se suelen decir cosas muy bonitas acerca de ella.
Nosotros, sus amigos y familiares, tuvimos la gran suerte de oírselas decir a
Juan Ramón y de que él nos las escuchara las veces que se las dijimos a él.
Porque Juan Ramón era una persona que hablaba de sus sentimientos venciendo su
pudor con facilidad. Nos dijo muchas veces cuánto nos quería, inspiraba y
reclamaba mucho cariño. Yo eso lo vivo como una suerte en mi vida. Y ese
recuerdo le puede al dolor. Por eso quiero leeros estas palabras, breves, no
porque no tenga mucho que decir, sino porque temo no ser capaz de terminarlas.
Hace
diez años ya, el trece de febrero de 2003 nos levantamos con la triste noticia
de su muerte con veintiséis años. Con él se fueron Pilar y Juan Antonio y
también nuestros sueños compartidos. Desde entonces, nosotros, los de entonces,
ya nunca más fuimos los mismos.
Durante
meses lloramos hasta quedarnos secos. Aún duelen al salir estas palabras que no
he sido capaz de ponerme a escribir en todo este tiempo, pero que se han ido
rumiando día a día y que hoy espero ser capaz de leer ante vosotros aun con el
recuerdo emocionado en la voz y en los ojos.
Una muerte joven es siempre una tragedia; por
su juventud y por la nuestra, todos sus amigos sentimos cómo se nos vino el
mundo encima. Tenía veintiséis años y una vida por delante. Sentimos nuestra
fragilidad, la dureza de la vida, la impotencia, el dolor, dolor físico.
Su muerte fue el primer zarpazo fuerte para
muchos de nosotros, como he dicho antes, ninguno de nosotros ha vuelto a ser el
mismo. Pero quiero pensar que además de marcarnos su adiós, sobre todo nos ha
marcado también su presencia. Por esa
razón y no otra estamos aquí hoy, porque nos marcó con su vida.
En los primeros meses después de aquella
trágica noticia, ocupaba mis pensamientos con la rutina de cada día y me
esforzaba por distraerme así de su recuerdo. Cada uno de nosotros lo llevó como
pudo; yo, al final del día, me abrazaba a mi hija recién nacida y mientras
lloraba en silencio me decía que podíamos haber sido cualquiera de nosotros.
Pensaba en su vida, en su alegría, en su generosidad sin límites y en la manera
tan repentina de terminar todo. Durante meses no era capaz de pasar de ahí. De
la tristeza, de la impotencia, de la pena, de la sensación de fragilidad.
Pero poco a poco me fui obligando a pensar y
a sentir de manera diferente a como lo había estado haciendo hasta entonces. En
especial cambió mi manera de entender lo cotidiano, el día a día. Ahora, a
menudo pienso “Este momento no se va a repetir. Este café con amigos, este rato
con mi familia, esta puesta de sol o este amanecer. Podrá haber otros, o quizá
no, pero este momento concreto seguro que no se repetirá.” Intento vivir mi
vida siendo consciente de lo que ocurre a mi alrededor. Creo que así lo habría
hecho él. Hay vidas largas con existencias muy tristes, la de Juan Ramón no fue
ni lo uno ni lo otro.
Sin embargo, no sería justo decir que sólo
nos ha marcado su muerte. Pensar en Juan Ramón no es pensar en una persona que
falleció siendo muy joven, su recuerdo es el de una persona única en su
generosidad: todo lo suyo era de sus amigos; su recuerdo es el de su capacidad
para amar y para perdonar. Su personalidad emprendedora, su empuje, su risa
continua, su sana competitividad, su inteligencia, su amor por el cine, por el
deporte y por la música no se nos olvidan. Nunca intentaba cambiar a las
personas, aceptaba a todo el mundo como era. Todas estas
muestras son un ejemplo para nuestras vidas y un horizonte hacia el que
educar a nuestros hijos.
Quiero, por último, en nombre de sus amigos,
dar gracias a Dios por la inmensa fortuna de haber compartido parte de nuestras
vidas con Juan Ramón. Y quiero mostrar este agradecimiento por la vida de Juan
Ramón en las personas de sus padres y de su hermana.