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¿Qué haces aquí, Elías?

Ni en el viento, ni en el terremoto, ni en el fuego...,
sino en la brisa, en la voz de lo pequeño.

miércoles, 30 de marzo de 2016

Pascua de Resurrección, pero... ¿Qué celebramos hoy?

¿Qué celebramos hoy los cristianos? ¿Cómo podemos año tras año dejarnos llevar por la alegría del Resucitado sin mirar ni siquiera de reojo a las portadas de los diarios? ¿Sin mirar lo que dicen y lo que callan?

Realmente esto no es nuevo, ya pasó hace 2000 años. Los discípulos de Jesús tampoco veían motivos para celebrar nada. Verdaderamente tenían motivos para temer, no olvidemos que su maestro había sido ejecutado. La sensación de desamparo y de que ellos siguieran sus pasos por la Vía Dolorosa debió ser inevitable. No creyeron ni siquiera cuando las mujeres llegaron asegurando que habían visto a Jesús y que había resucitado. Solo creyeron cuando sintieron, vieron y tocaron al propio Jesús que estuvo en la cruz.

La propia María de Magdala tampoco mostró su lado más esperanzado cuando al encontrar el sepulcro vacío lo primero que pensó fue que hubieran robado el cuerpo. Solo creyó cuando Él la nombró, cuando dejó de ser una mujer desconsolada, una entre tantas, para ser María. Aun entonces no quería separarse de Él, no dejaba de aferrarse a sus pies, a su presencia física en el mundo.

¿Y qué decir de los de Emaús? Van mascullando su pérdida, camino de aquella aldea, tratando de dejar atrás tanto dolor acumulado, de alejarse de Jerusalem y de las posibles consecuencias de haber sido discípulos de Jesús, cuando se encuentran con Él y, al igual que la de Magdala, tampoco ellos lo reconocen.

Los miedos ciegan, no dejan ver la Buena Noticia. Tienen a Jesús delante de sus narices pero no son capaces de verlo por el mismo motivo que María, que los discípulos, que todos... Estaban aferrados a su presencia física, no han entendido nada todo este tiempo. Solo creyeron cuando lo vieron partir el pan. A partir de ahí desaparece de su vista, pero la presencia que les va a acompañar a partir de ese momento es bien diferente, porque ya no se apoya en lo corpóreo sino en la experiencia de una esperanza confirmada que ha superado el miedo.

También hoy tenemos razones para temer, también hoy nos encontramos encerrados en el cenáculo, en un eterno sábado que nos paraliza. ¿Cómo no vamos a temer si al proclamar nuestra fe se rien de nosotros o nos apartan o nos insultan? ¿Cómo no van a temer los cristianos en Lahore o en Siria, Kenia y tantos lugares donde se les persigue por su fe?

La clave está en el capítulo 14 del Evangelio según San Juan. Jesús trata de explicar a sus discípulos lo que ya anunció en las bienaventuranzas: el premio no está en esta vida, no hay consuelo en esta vida que valga todos los que nos esperan con el Padre ni pesares que lleguen a hacer sombra a tanto bien que nos queda por recibir junto a Él. Pero no hay otra forma de transimitir esa Buena Noticia si no es con la propia vida, una vida plenamente de hombre que siente y padece y que ama y quiere ser amado pero que acoge la voluntad del Padre.

Como María buscamos ser nombrados, disntinguidos, dignificados. Como ella y como los discípulos escondidos no nos conformaremos con algo menos que presencia, pero habrá de ser una presencia que no genere apegos, no física ni corpórea a menos que sea en el hermano, al que sentir, ver y tocar hasta reconocer como semejante. Como los de Emaús habremos de abrirnos al misterio eucarístico por el cual Dios se hace hombre, se hace mensaje y el hombre se hace pan, se hace promesa, se hace salvación eterna.

Esto es lo que estos días recordarnos, lo celebramos cada día.

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